De morir viviendo

ANTEVASIN

***Advertencia: Este texto fue escrito bajo los efectos de la pérdida de un par de amigos. Sostengo lo dicho, a siete días del decreto de finalización de emergencia internacional por Covid.

Llegamos a la vida en un momento de rompimiento, de indefensión total, de vulnerabilidad incuestionable. Llegamos a la vida, siendo deseados -o no-, siendo queridos -o no-, siendo el sueño de una familia -o no – y en muchas ocasiones este preámbulo nos marca de maneras infinitas.

La primera batalla que el ser humano enfrenta, es justamente su lucha por vivir, romper con el espacio y el tiempo perfectos, el momento de renunciar al interior de un vientre que lo cobija, con room service incluido ¡Bendito sea el cordón umbilical!

La batalla por nacer es un dolor infinito, una pelvis que aprieta y sin embargo, en condiciones ideales ese ser ha de nacer sí o sí, abriéndose paso ante el dolor y los gritos de aquella que muere por conocerle –o no– y generando su primera experiencia sensual, con todas las hormonas producidas por su madre, adrenalina, oxitocina y no sé cuánta cosa más, el dolor y la anestesia, la felicidad y generación de un primer vínculo, si el caso no es ideal y el nuevo ser ha de nacer a través de cesárea, el dolor -adrenalina- y la ternura -oxitocina- se generan de cualquier modo, aquí lo vital, valga la redundancia es nacer.

Luego dos certezas: la marca indeleble -si es que se cree en ello- del pecado original, que nos lleva a saber que somos imperfectos, a pesar de las 25 teorías de coaching que nos invitan a creer que somos únicos, irrepetibles y cuasi perfectos, hechos a la imagen y semejanza de un ser divino, y la segunda, nuestra mortalidad. A pesar de tanta perfección un día cualquiera, hemos de dejar al mundo.

El desconocimiento del momento exacto de nuestra extinción, debiera mantenernos alertas, sin embargo, venimos con una deliciosa dosis de soberbia que nos hace creer que tenemos compradita la vida, y vamos por ahí cometiendo errores, raspándonos las rodillas, negando amores, confesando estupideces, negándonos a vivir en realidad, engañándonos, mintiéndonos, jugando a ser “los chingones” del cuento.

Nunca como hoy la muerte ha estado tan presente, tan temida, tan real, tan de cerquita. Nuestra generación, la del fast track, la del rapidito, la de todo México es territorio e-t-c-, jamás se había sentido tan vulnerable. Desde que Darth Vader le confesó a Luke que era su padre, desde que el Rey León dejó solito a Simba, y desde que Boo se despidió de Sully, no habíamos comprendido el dolor en su totalidad, sin embargo, desde enero de 2020 la amenaza entró a nuestras vidas, primero como noticia de los medios de comunicación, aún tan lejana y ahora acompañándonos en todo momento.

Aprendimos del dolor de dejar ir a gente a la distancia, aprendimos a dejar ir sin un abrazo que medie el derrumbamiento del alma a conocidos, poco a poco a amigos y a familiares. Nos llegaba la noticia y era sentencia de muerte: “fulanito, tiene C…” y saber que no habría otra oportunidad…

Hoy sé que no hay gracia alguna en llorar por los convertidos en ausencia, sin saber que nos dejan aquí rotos, fragmentados, escindidos. No hay gracia en escribir se ha ido alguien a quien hemos querido y más aún amado de muchas y diversas formas. No hay gracia en despedirse. No hay gracia en callar. No hay gracia en negarlo todo. La opción en tiempos en los que el temor camina paso a paso con nosotros disfrazado de cinismo, carcajadas o negación, se encuentra en la conciencia de saber que hemos vivido. Vivir hasta la última gota, irnos si nos toca sin arrepentimientos.

*Dedicado a mi amigo Jesús Ruíz Morán, en paz descanse. *1 dic. 2020

DB